En concreto se afirmaba que en tiempos de Silo, el rey asturiano que reinó entre los años 774 y 783, éste entregaba cien doncellas de su reino a los omeyas del Emirato de Córdoba como tributo para que los musulmanes no invadieran su territorio. Con posterioridad se cree que esto no es más que una leyenda, como bien explicó Juan García Atienza en su obra "La cara oculta de Felipe II", del que extraemos las líneas donde esto se dice, en las que explica que seguramente dicha leyenda, verdaderamente, encuentra sus raíces en antiguos cultos, de tiempos célticos, en los que jóvenes muchachas hacían ofrendas a las divinidades.
Iglesia de San Juan de Santianes - Foto: flickr.com |
Fuente: La cara oculta de Felipe II - Juan García Atienza
Hace ya años, a fines del XIX, mientras se procedía a realizar obras de apuntalamiento y restauración en la iglesia de Santianes de la ciudad asturiana de Pravia, que fue sede de los primitivos reyes cristianos surgidos en el lejano norte peninsular tras la invasión musulmana, los que llevaban a cabo aquel trabajo pudieron comprobar la autenticidad de una tradición ampliamente difundida por la comarca y consignada por alguno de los escritores que describieron en el pasado el tesoro arquitectónico que encerraban las iglesias del llamado estilo prerrománico asturiano. Conforme se venía asegurando de fuentes populares, aquel viejo templo de Santianes, aunque muy transformado por el tiempo, había sido mandado construir en el siglo IX por el rey Silo, uno de aquellos monarcas, con Aurelio y Mauregato, a los que los cronistas de la Reconquista llamaron holgazanes por el simple hecho de haber reinado sin emprender campaña alguna contra los árabes invasores de la Península. Concretamente, a Silo se le reprochaba haber cedido a las prepotentes exigencias de los musulmanes y haberse convertido en el cobarde inductor del legendario Tributo de las Cien Doncellas, comprometiéndose y comprometiendo a sus sucesores a entregar anualmente al Califato de Córdoba cien muchachas vírgenes a cambio de mantener la paz en su territorio, siempre amenazado por las aceifas veraniegas del Islam. La realidad ha demostrado que aquel Silo fue más bien un monarca pacífico, que prefirió ocuparse de sus problemas internos y de su gente, antes que enzarzarse en guerras que sólo habrían contribuido a impedir que su pueblo viviera en paz. La historia ha venido a constatar, además, no sólo que aquel tributo no era más que una leyenda -profundamente simbólica, pero leyenda-, sino que su profunda incidencia en la tradición peninsular respondía a esquemas culturales y religiosos procedentes de tiempos muy anteriores al cristianismo y conservados en el inconsciente colectivo bajo la apariencia de un relato legendario con aspiraciones históricas. Sus orígenes podrían fijarse en tiempos oscuros en los que los ritos propiciatorios para invocar los favores fecundantes de la tierra pasaban por la entrega de ofrendas a la divinidad telúrica llevadas a cabo por muchachas púberes de la comunidad, que serían las encargadas de llevar los tributos al dios o, más probablemente, a la Diosa Madre de la tierra.
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