viernes, 6 de abril de 2018

El solsticio invernal, el fuego y la madera sagrada

Hemos cruzado, hace más de dos semanas, la frontera en la que la noche y el día se equiparan. Desde ese momento, aún cercano, la luz ha tomado la delantera a la oscuridad, en esa eterna lucha de vaivenes, con lo que los cencerros y las mascaradas de meses pasados consiguieron su objetivo, y, así, poco a poco, hasta el próximo Solsticio, seguirá aumentando su ventaja. Pero ahora no nos acercamos al próximo Solsticio, sino al invernal que quedó atrás; y lo hacemos para dejar constancia de una serie de curiosos rituales que conocimos de la lectura del famoso libro de Fernando Sánchez Dragó, "Gargoris y Habidis", del que hemos extraído más de una anotación tiempo atrás, cosa que hoy también hacemos. 
El fuego, como elemento ritual que trata de dar siempre fuerza al Sol en sus ciclos estacionales, la madera o leña, como materia prima perteneciente al sagrado árbol y el periodo del Solsticio de Invierno, con la "muerte" de un sol y el "nacimiento" de otro, dan como resultado un ciclo de magia que impregna elementos como la propia madera, combustible del fuego sagrado y ritual -y del débil Sol invernal- que enriquecieron el rico acervo cultural y antropológico ibérico -y de otros tantos lugares del mundo-, siendo las siguientes líneas un claro ejemplo de ello.

La tronca de Navidad, típica de Aragón - Foto: plus.google.com

Fuente: Gargoris y Habidis. Fernando Sánchez Dragó.

En otra página de este libro llamé a las fiestas navideñas "olla podrida en la que se cocieron los partos de todos los héroes solares". Una fauna que entre nosotros, con la venia del padre Hércules, distó mucho de escasear. Y así, San Martín Dumiense, obispo de Braga en una centuria remota y bárbara cuyo ordinal ahora no recuerdo, menciona la inextirpable costumbre de quemar troncos por nochebuena, tildándola ni más ni menos que de abyecta paganía. ¿Exageraciones de prelado?. No lo creo. El tiempo se encargó de justificarlas, pues colea hoy el hermoso y nefando rito precisamente donde entonces coleaba. O sea: por doquier.
En las demarcaciones lucenses de Becerreá y Cervantes -sobra especificar el día- los campesinos no han renunciado por completo a la querencia de encender una bauza de feroz volumen, cuyo destino consistirá en crepitar con lumbre nueva cada amanecer, si es posible, de cuantos traiga el año. Y ese cepo tiene (o adquiere) virtudes mágicas: el paterfamilias conserva cuidadosamente sus últimas astillas y carbones para quemarlos o requemarlos con unción en caso de pedrisco, catástrofe y necesidad.
En Asturias, como en toda Galicia, acaso muchos sigan creyendo que la extinción del fuego en el llar acarrea malaventuranzas.
En Cantabria circula aún la especie de que "si se apaga el travesero / habrá enfermos en enero". La voz en cursiva vale por trashoguero o nochebueno, palabra esta última que sola se trasluce.
En Aragón arde el tronco de navidad hasta el día de inocentes y luego se desparraman sus cenizas por las zanjas de la sementera. Tampoco es costumbre que necesite de apostillas.
En Cataluña, o en algunos villorios catalanes, no ha mucho que los vecinos socarraban lentamente la madera del nochebueno hasta sonar la epifanía y después guardaban el muñón en cualquier sótano para que sirviera de tácito amuleto a los habitantes de la casa. Y aún más: a los doce meses, ese mismo tizón, otra vez en ascuas, transmitía su fuego rancio a la nueva tronca, convirtiéndose así en testigo y garante de la legitimidad navideña.
Quedan por las aldeas castellanas, levantinas y andaluzas no pocos vestigios de un trajín muy similar. 

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